lunes, 29 de marzo de 2010

El Molino - Por el camino menos transitado (Carolina Esses - Nota en Revista Ñ)

Por el camino menos transitado
Por Carolina Esses
Revista Ñ, Nro. 301, Sección: Narrativa argentina, página 22, 4 de Julio 2009

Que la división entre géneros literarios es simplemente una convención que nada tiene que ver con el lenguaje, no es nada nuevo. Ahí están los grandes para demostrarlo: Di Benedetto, Macedonio Fernández, por sólo nombrar un par. Sin embargo y a pesar de que la poesía argentina de los últimos años sí pareciera, muchas veces, asumir recursos propios de la narrativa (trama, argumento, etc.), esta última, por el contrario, no parecía tan permeable al lenguaje poético. Por eso es interesante detenerse en algunos libros publicados recientemente donde se ve la construcción de una estética distinta. Es el caso de Las Anfibias de Flavia Costa, (Adriana Hidalgo, 2008), Frío en Alaska de Matías Capelli (Editorial Eterna Cadencia, Buenos Aires, 2008), La sombra del animal, de Vanesa Guerra, (Bajo la luna, 2008) y El molino, de Mariana Docampo (Bajo la luna, 2007).

En cada uno de ellos se lee algún desborde, un leve o exasperado desacomodamiento, cierta incomodidad en relación al lenguaje que hace que queden desestabilizadas categorías como la de personaje, narrador o verosímil. No es de extrañar, entonces, que un epígrafe de Clarice Lispector abra el libro de Capelli. Ni que Docampo y Guerra encuentren en ella un referente de experimentación y búsqueda -¿cómo narrar después de Lispector?, se preguntan- o que en el Post Scriptum de su novela Costa la nombre como una de sus fuentes de inspiración. “Escribir es una piedra lanzada a lo hondo de un pozo”, decía la autora en Un soplo de vida. Estos narradores parecieran asumir el vértigo de esa piedra, la pregunta por la narración, ajenos a las expectativas que suelen abrir categorías como novela o relato.

Una niña rapada, su padre, un centinela, mujeres llamadas anfibias son algunos de los personajes de la novela de Costa, heredera de los universos mitológicos o de la imaginación de Ursula K. Le Guin. En los depurados fragmentos que conforman los capítulos, las palabras adquieren su valor más extraño –y por extraño más alejado de su connotación habitual. Como si a la hora de escribir su primer libro de ficción Costa–periodista, investigadora- quisiera quitarle al lenguaje todo su valor utilitario, manifestando su capacidad de nombrar, como la primera vez, a través de un castellano donde conviven tanto neologismos como expresiones que remiten al español peninsular. ¿De qué idioma se trata? La respuesta podría estar en la belleza de las mujeres de Belinston, esa región donde se imagina la historia, una belleza desfasada, ambigua y extraña, similar a la de textos como La araña, de Lispector, o más cerca aún, Los días sentimentales de Nicolás Peyceré. Al igual que en el caso de Docampo, en Costa surge, inevitable, el nombre de Diana Bellessi como una presencia –ella también, tan cercana a Le Guin- importante a la hora de pensar, cada una, su escritura.

El universo de Macedonio Férnandez, el humor de la prosa de Alejandra Pizarnik o el trabajo con la palabra de Sara Gallardo en la novela Eisejuaz o en los cuentos de El país del humo, son algunas de las líneas hacia atrás que se pueden trazar partiendo de los cuentos de Vanesa Guerra. Relatos donde el narrador –siempre diferente- se disuelve en una multiplicidad de voces que remiten a la formación psicoanalítica de Guerra. Y no está mal regresar un poco a un yo múltiple en medio del auge de las llamadas autoficciones (relatos en primera persona, realistas y generalmente autobiográficos) que invaden la producción de jóvenes y no tan jóvenes escritores. Como contraposición a esa primera persona la opción es regresar al estallido del yo; como contraposición al argumento pensado como motor del cuento, la escritora se detiene en la construcción de estados de ánimo que se desarrollan en los claroscuros del discurso –a veces prosa, por momentos verso- sin perder de vista la tensión de la trama.

“Me gusta pensar la ficción”, dice Guerra, “como aquello que se perdió”. La afirmación sirve para entrar, también, en la narrativa de Capelli, quien al igual que Guerra destaca entre sus lecturas a Marcelo Cohen. Las lagunas de la memoria, la dispersión, un estado de la conciencia suspendida por el alcohol o el sueño son recursos que el escritor utiliza para poner en cuestión la posibilidad de registrar lo real. Cada relato se construye superponiéndose o completando el anterior. Las frases plantean ciertas elipsis –la ausencia de determinados nexos causales, por ejemplo- que las hacen más cercanas al lenguaje poético que a formas propias de la narración. Quizás se trate de seguir ese “principio de incertidumbre” que da título al primer relato y que remite al nombre de uno de los libros de Joaquín Gianuzzi (Principios de incertidumbre) cuya poesía fue decisiva para toda la generación de poetas con la que Capelli se formó: “leí bastante poesía argentina contemporánea, de los últimos quince años”, comenta, “en mucho casos encuentro ahí cosas más interesantes que en la narrativa de los mismos años”. Como el personaje, siempre desfasado, el lector debe volver constantemente sobre sus pasos para comprender que el argumento se encuentra, al igual que el recuerdo, plagado de fisuras.

Mariana Docampo comparte con Guerra la pasión por Sara Gallardo, y con Capelli y Costa la influencia que proviene de la poesía. “Separada de la poesía, la narrativa pierde su posibilidad de vuelo”, dice. Quizás de los tres su novela, El molino sea el texto que más se acerca al género. Pero sólo en apariencias. Porque de lo que se trata es de poner al descubierto la máquina realista –esa que Stendhal y Balzac y más tarde Flaubert armaron y desarmaron para sorpresa del lector ingenuo- a través de la voz de una niña que cuenta su infancia con el distanciamiento de un narrador omnisciente. Los personajes –la madre, el padre, los muchos hermanos- se mueven, por momentos, como caracteres manipulados por una mirada naturalista que no tarda en develarse artificiosa: la escena de escritura presente en la novela remite a la de una cartógrafa que arma y desarma el recuerdo. La pregunta es por el objeto de la narración y por el yo como centro ordenador del relato. Desenmascarado el artificio realista, lo que queda es un aparato discursivo que la novela explora al máximo.

Lejos de cualquier división generacional –Guerra, por ejemplo, es del 65 y Capelli del 82- lo que une a estos escritores es la construcción de un proyecto narrativo cuyas filiaciones se encuentran en caminos que no son los más transitados dentro de la última narrativa argentina. El resultado es una serie de textos en los que los elementos del relato aparecen entretejidos, escondidos o asomados detrás de la porosidad de un lenguaje cuyos matices y potencia poética nunca se deja de lado.

miércoles, 10 de marzo de 2010

El Molino - Reseña en "Hablando del asunto"

El Molino, por Matias Fernández
(http://hablandodelasunto.com.ar/?p=623)

Este libro empezó por gustarme porque en él, el agua no cae sino que se derrama. Ya con eso tendría un punto a favor. Eso si una lectura pudiera evaluarse por puntos a favor y en contra.

El molino es la historia de Juana y de su familia narrada en fragmentos que no son temporalmente correlativos, empezando desde su nacimiento en el ‘73 hasta el año ‘05.

La novela demanda paciencia del lector que tiene que ir construyendo poco a poco el mapa de la historia constituido no sólo por Juana sino por su padre, madre, hermanos, tía y abuelos. En cada fragmento se narra un episodio que se interrumpe para continuar más adelante. O no.

Hay dos momentos principales de la historia, la vida de la familia en Zárate, durante la infancia de Juana y, posteriormente, la vida en Buenos Aires. Estos, como vengo diciendo, se intercalan.

Cada parte de la historia es interdependiente en el sentido de que es una sostiene a la otra. Los personajes se agrupan como puntos de una misma línea. Y el universo narrado de ninguna manera se detiene ante el lector.

Lo que tiene de breve, lo gana en sentidos, en personajes ricos pero sólo observados. Todo lo que podamos decir de cada uno de ellos siempre va a pertenecer a nuestra lectura porque la narradora no reflexiona sobre ellos, no los analiza. Juana tiene un hermano, Luis, con el que tiene una relación especial, no sabemos hasta qué punto. A veces cercana a la violencia, otras cercana a lo erótico o simplemente formada por los jugueteos de dos niños. Lo mismo pasa con el padre de Juana, un hombre simpático, violento, trastornado o nada de todo eso. Depende de nosotros.

El molino empieza y termina con la muerte de los gatitos. La pregunta es de qué se trata la historia, el argumento. No creo que haya argumento o, en todo caso hay muchos, corre por cuenta del lector, quien elige su propia aventura.

La reseña no puede ser larga, tiene que ser tenue, con más alusiones que afirmaciones, para hacerle justicia al libro. Lástima que no pueda ser sutil como él.


Este último párrafo debería estar catalogado bajo alguna etiqueta como “antireseña”. Me gusta saber que no llegué a entender algunas cosas del libro. No se me ocurre pensar que no estuve a la altura del texto. Como aquella película alemana que vi en algún festival de cine de la que no entendí absolutamente nada, pero que persiste, girando y girando en mi cabeza, este libro no se rindió fácilmente a mi lectura. No llegué a entender la seguidilla de citas del evangelio, ¿es la letanía de una enseñanza religiosa, es el plano místico de la protagonista? Me gusta no haberlo entendido instantáneamente porque me obliga a seguir pensando el libro mucho tiempo después de leído, me obliga a no olvidarlo.

martes, 9 de marzo de 2010

El Molino - Nota en Revista Plural

El Molino, Mariana Docampo
Derecho al autor
Periódico Plural, Año 2, Nro. 23

Antes de empezar a escribir El molino, tenía en mi cabeza las dos primeras oraciones del libro: "Papá volvía de noche. Incluso si llovía a cántaros", y después, puesta entre otras: "Yo no lo conocía". Alrededor de ellas, se agolpaban unas cuantas sensaciones e intuiciones acerca de mi infancia. Escribí en dos días las primeras diez páginas de la novela y después me detuve. Dudé. Sabía que adentrarme en la novela sería una experiencia intensa y quizá dolorosa. Di vueltas, pensé en abandonarla, pero el relato mismo me devolvió a su escritura, y me comprometí con mi trabajo.

El molino es una novela sobre la infancia, considerada una especie de «paraíso perdido», tiempo circular y simbólico que irradia efectos y significaciones hacia la vida adulta. Aunque me valí de muchos recuerdos personales, la novela no es biográfica; se trata de una familia que camina por un territorio incierto en busca de un molino que sirva como soslayo. Ese molino funciona (lo comprendí durante el proceso de escritura) como una suerte de meta simbólica hacia la cual se dirige la familia en las reiteradas expediciones que van marcando la evolución argumental de la novela, y a cuyo alrededor fui distribuyendo fragmentos de la historia personal de la protagonista. Comprendí pronto que ese molino, al cual el grupo acude con obstinación, funcionaba también como guía y como motor de mi escritura.

Me gusta teorizar sobre lo que escribo; por eso, mientras avanzaba en la novela, reflexionaba sobre el sistema familiar, los roles, las imposiciones sociales, la moral, la religión, la adultez, la infancia. Me preocupé por no hacerlo explícito en el texto, aunque su armado es el resultado directo de esas reflexiones y de un arduo trabajo con el lenguaje y con sus posibilidades expresivas. Me llevó dos años escribir el libro.

Trabajaba en una oficina y no bien terminaba mi jornada laboral, corría a casa para seguir, imprimía lo escrito, corregía y, en hojas sueltas o en cuadernos, hacía cuadros de acontecimientos, esquemas interpretativos y dibujos o mapas de las excursiones al molino con sus distintas postas, como en un juego de mesa infantil.. En parte, lo hacía para ordenarme, también por jugar o por el puro placer de tomar anotaciones y trabajar en una novela como si se tratara de una superproducción cinematográfica. Intercalé citas bíblicas para darle musicalidad al texto, y me serví de ellas para ir trazando el mapa ideológico y religioso que sostiene a la familia, el sistema moral que la rige. Esas citas, dispuestas a partir de la mera asociación narrativa, generan nuevas asociaciones, profundizan y abren sentidos en la novela.

El Molino - Reseña en "El Interpretador Libros"

Viaje hacia la infancia
Por Josefina Heine
El Interpretador Libros
7 de febrero de 2009

(http://elinterpretador-libros.blogspot.com/2009/02/viaje-hacia-la-infancia.html)

Es el molino el que arrastra y trae, con el viento, los recuerdos y los aires del pasado. Es molino el que gira a lo lejos, y viaja con la memoria para darnos a conocer viejas e imborrables experiencias. Y es el mismo molino, también, el que se hace presente, el que toma cuerpo, para demostrar que la historia no ha cambiado, y para conjugar en sus concéntricos círculos una vida que gira en redondo, en el seno de una “querida familia”, en la experiencia de una niña, una mujer, que viaja sin descanso hacia su eterna infancia.

Jesús dijo entonces: “ A qué se parece el reino de Dios? ¿Con qué podré compararlo? Se parece a un grano de mostaza que un hombre sembró en su huerta; creció, se convirtió en un arbusto y los pájaros del cielo se cobijaron en sus ramas”

Este es uno de los tantos epígrafes que aparecen en las hojas de El Molino, la primera novela de Mariana Docampo. La historia conjuga, reúne y yuxtapone los recuerdos y vivencias de una niña, con el discurso propio de la ideología cristiana. La narración, a su vez, intercala estos epígrafes como un modo de dar a conocer las experiencias de una familia y la imagen de un padre líder que se esconde detrás de su propia imagen y de sus propias palabras. Con este procedimiento, la protagonista desarticula los discursos religiosos familiares, cotidianos, en función de la propia identidad, y en la construcción de la propia imagen que intenta alejarse, por momentos, de la voz y la presencia de una madre sumisa y dominada. El molino, de algún modo, puede ser pensado como un pequeño grano de mostaza, que crece con sus historias y experiencias, y al mismo tiempo se oculta detrás de sus propias ramas. Lo dicho y lo no dicho; lo que se muestra y lo que se esconde, las historias que salen a la luz, y aquellas que se silencian.

Juana, la protagonista, tiene un ojo muy preciso que hace zoom en las historias del pasado; y en este retornar de las fechas, los datos temporales que se exponen aparecen de un modo inconexo y desordenado, donde se funden el presente con el pasado para crear un clima tenso y poco confiable. La rudeza del hombre, del padre, del pilar de la familia, se hace presente en todo momento, y la debilidad del sexo femenino, representado en el silencio de la madre, Eva, es quizá un modo de expresar una identidad sexual que en todo momento está por explotar. El tópico de la identidad, por esto, se concentra en esta novela a partir de la sexualidad de Juana. La identidad no es más que una cuestión de género que avanza entre la violencia y la violación de deseos no consentidos, y experiencias que florecen junto al sometimiento y la autodeterminación.

La identidad se construye también, al margen del seno familiar, desoyendo sus voces, concentrándose en las propias. Hay una fauna ingeniosa, metafórica, viva, que aparece junto a las manos y miradas de Julia, la amiga de la infancia. Las ratas invaden la casa, se devoran el plato navideño y entran en la celebración para oscurecer y silenciar la mesa cristiana. Juana, sin embargo, se abstrae de estos acontecimientos para formar un espacio propio que nace en las miradas y en las caricias de sus propias voluntades sexuales:

Julia me señaló con su dedo una de las flores bordadas en el mantel. Y yo la miré. Julia acariciaba el relieve con la yema de su dedo y me decía unas palabras al oído (…) Se hizo un silencio alrededor. Deslicé la yema de mi dedo sobre el borde de la flor y toqué la mano de Julia (…) Ni miré el horno. Julia tampoco (…) Todos miraron el horno. Y vieron que una rata que caminaba arriba de la asadera en donde estaban los pollos. Grande. Negra. Pero ni Julia ni yo la vimos.

Este abstraerse es quizá la característica más particular de la protagonista. Ella puede evadirse de los discursos y mandatos familiares para crear sus propias oraciones, su propia imagen, donde el género y lo femenino actúan como piezas claves de autonomía y libertad. En un ambiente dominado por la familia tradicional argentina, de clase, la protagonista se aísla, se evade para observar y formar un mundo propio.

El molino, finalmente, si bien se presenta como el espacio al que recurre la familia luego de la misa dominical, parecería ser el abrigo, el santuario, el lugar de protección de los recuerdos del pasado, de las experiencias del presente. El viento que corre junto al molino es quizá su propia vida, formada por una memoria que viaja a lo lejos en la construcción de una mujer distinta, propia y ajena.

Mariana Docampo nació en Buenos Aires, en el año 1973. Su literatura se caracteriza por un lenguaje delicado, y una construcción narrativa simple e inteligente. Es poeta, cuentista y novelista. Es Licenciada en Letras para la Universidad de Buenos Aires; y en el año 2001 publicó el libro de cuentos Al borde del Tapiz (Simurg). El Molino, publicado por la editorial Bajo la Luna, es su primera novela.

El Molino - Reseña en Radar

La sagrada familia
Por Verónica Bondorevsky
Radar Libros - Domingo, 20 de enero de 2008

El molino
Mariana Docampo
Bajo La Luna
128 páginas

El molino hace un zoom en la mirada de una niña y también de una joven nacida en el seno de una familia numerosa y católica, cuya infancia transcurre fundamentalmente en Zárate por el trabajo de su padre a fines de la década del setenta y comienzos del ochenta. Y la visión de esta niña es singular, ya que mira desde un ojo excéntrico, es decir, fuera del foco de atención para el resto de la familia, y también —ése es el gran arte de esta novela— en muchos casos para el lector, al que desubica y sorprende sutil pero persistentemente.

Juana, la protagonista, repasa los hitos cotidianos del entorno familiar. Sin embargo, hilados todos en una novela de tiempo descuajeringado como es El molino, que salta y mezcla el pasado con el presente, termina por construir una atmósfera de tensa calma: tranquila en lo que se cuenta; inquietante —con mayor o menor efectividad— en cómo se lo reconstruye.

Muchos de los sucesos personales están enmarcados por epígrafes extraídos de textos bíblicos. Con este procedimiento, la protagonista parecería desarticular los discursos religiosos familiares cotidianos en función de la propia identidad y del uso que de éstos hace en tanto narradora.

La novela se centra en la sexualidad de Juana (cuando no, ligada a la propia historia familiar). Hay una fauna somática, metafórica, dominada por gatos que la familia mata ya que son plaga, y ratas que aparecen imprevistamente. Esa atención puesta en los animales es distinta para el entorno que para la protagonista. Por ejemplo, Juana estrecha por primera vez su mano cómplice y serena con Inés, su mejor amiga de la niñez, mientras todos los demás se movilizan espantados por la presencia de un roedor.

A su vez, el sexo no consentido, como violación o forma de someter a la mujer, sobre todo en sus primeras experiencias, está presente en las páginas de El molino. También el respeto por temor o indefensión, hasta finalmente la autodeterminación, no sin huellas o nostalgias.

Por otro lado, hay un aire de clase –dominado por la familia tradicional argentina: numerosa, unida y católica– que ayuda a construir esa aparente liviandad de los recuerdos. En un ambiente de madre, padre y hermanos que luego de la misa dominical van a descansar a un estanque con molino, éste, a la distancia, parecería ser el verdadero refugio y santuario (alternativo, sin estridencia) de la interioridad de la protagonista. El Rosebud sagrado de su infancia frente a la gran religión familiar.

El Molino - Contratapa


Bajo la Luna, Buenos Aires, 2007
http://www.bajolaluna.com/

Valiéndose de una estructura de fragmentos narrativos sin orden cronológico ––un cuidado ejercicio de estilo que remite al funcionamiento natural de la memoria–– Mariana Docampo recompone la novela de una familia numerosa desde la mirada de una de las hijas.
Las excursiones, los viajes, el universo infantil estimulado por la fantasía del padre líder, la religión y una atmósfera opresiva siempre al borde de la tragedia son algunos de los elementos que Docampo utiliza para construir una mística familiar que oculta más de lo que exhibe y, a partir de lo que deja entre líneas, desarrolla impecablemente un crescendo de tensión en el relato.